viernes, 27 de marzo de 2009

LA CAÍDA DE LOS DIOSES

Todos nos quedamos atónitos cuando nos levantamos la mañana del pasado 17 de marzo conociendo la noticia de la detención de la alcaldesa de La Muela y de otras dieciocho personas, en la llamada “Operación Molinos”, como presuntos integrantes de una trama de corrupción urbanística y de blanqueo de capitales.

Desgraciadamente, comienza a ser demasiado frecuente el descubrimiento de diferentes redes de corrupción, protagonizadas por personas que utilizan el poder para fines ilícitos, para enriquecimiento propio y de su entorno afín, y por quienes utilizan su cercanía y su influencia sobre quienes ostentan dicho poder, para amasar fortunas.

Siempre que se pulsa la opinión de la ciudadanía, ésta suele estar dividida. En el caso anteriormente referido, frente a quienes condenan sin reservas estas actividades delictivas (salvaguardando claro la presunción de inocencia), otros minimizan su importancia e incluso las banalizan, aduciendo que, al menos, han llevado riqueza al pueblo, que el conjunto de sus habitantes ha resultado beneficiado. Errónea creencia ésta, puesto que estas tramas no suelen ser generosas con todo el mundo: generalmente “hacen de oro” a quienes los apoyan, pero actúan de manera muy distinta con quienes no los secundan.

Todo esto suscita un debate: la entrada de riqueza en un determinado municipio, ¿da impunidad a sus dirigentes para llevar a cabo prácticas irregulares? ¿No cabría pensar que la riqueza que entra de esa manera en un territorio está siendo detraída de otro que actúa de manera legal? Dicha filosofía justificativa ampararía dichas prácticas irregulares y beneficiaría a quienes las realizan.

Es ciertamente preocupante preguntarse si será éste el último escándalo que va a estallar, o si por el contrario habrá más. En un país que ha basado su crecimiento económico en los últimos 10-15 años en el boom de la construcción, con crecimientos desorbitados de algunos municipios, especialmente junto a las grandes ciudades, donde ha faltado indudablemente una regulación racional, una verdadera ordenación del territorio, dando paso a un urbanismo expansivo, voraz, en muchos casos perverso con el medio ambiente, dentro de la cultura del enriquecimiento fácil, cabe pensar que puedan existir muchos más casos.

Pero frente a estas prácticas, ¿Qué han hecho los diferentes organismos de control de la ordenación territorial? Se observa una clara relajación, por no hablar de pasividad por parte de sus responsables que, por acción u omisión, no han sabido cercenar determinados comportamientos de aquellos/as que deciden actuar según el “todo vale”.

Es lícito preguntarnos si esa falta de control puede ser motivada por un cierto cansancio, agotamiento incluso, de una generación de dirigentes políticos, quienes llevan demasiado tiempo en el poder; y si no debería llegar otra generación, probablemente una de las mejores formadas de la historia, que ilusione a la sociedad, que genere la confianza necesaria para salir de la difícil coyuntura en la que nos encontramos.